"Confieso que enterrar a algunas gentes constituye un gran placer."
Antón Chéjov
Entre llantos ahogados y alaridos lluviosos, se podía escuchar con dificultad al Padre Luis, el sacerdote del recinto El Latigazo, murmurar con desidia: “Por esta santa unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo. Para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad. Amén.”
El ruido de Ernestina y de sus hijas chocaba con la frialdad del cura, quien, había sido el confesor personal y amigo íntimo de don Lorenzo Vivas, notable habitante del cantón, jefe político del recinto, y actualmente a minutos de ser cadáver.
Cerca de las seis de la tarde, luego de dejar la habitación del paciente, el Dr Yagual, médico jóven, recién llegado y oriundo de la península, cuyo pelo parece amoldado con mantequilla, con voz triste y fingiendo sorpresa, pero con aire pomposo dijo:
-Doña Ernestina. Ya.
En muerte rápida, velorio corto. Por la mañana del día siguiente, la tierra de Nobol, se tragaba a su hijo ilustre. El alcalde dio un discurso muy sentido, con guiño a la viuda y brindis, porque ahora ya no se llora a los muertos, ahora se celebra su vida. No faltaron las rosquitas, el café estuvo un poco aguado y en el sepelio, las gotas de agua bendita que salpicó el Padre Luis se sintieron heladas y groseras.
Camino a casa, cargando la cruz del sol, y ayudada por la niña Felícita, su hija mayor, quien cada cierto tiempo le exprimía un algodoncito remojado de alcohol en las sienes, Ernestina pensaba en todas las cosas que había dicho y escuchado ese día.
-Lorenzo, vamos al médico, a tu edad no debes descuidarte ¿qué comiste? Eso no es un simple malestar.
-Ernestina, no pasa nada.
-Neti, le juro que solo desayuné y fui a la misa. Eso fue todo.
-¡Ya ven a acostarte y no jodas!¹
El ruido de Ernestina y de sus hijas chocaba con la frialdad del cura, quien, había sido el confesor personal y amigo íntimo de don Lorenzo Vivas, notable habitante del cantón, jefe político del recinto, y actualmente a minutos de ser cadáver.
Cerca de las seis de la tarde, luego de dejar la habitación del paciente, el Dr Yagual, médico jóven, recién llegado y oriundo de la península, cuyo pelo parece amoldado con mantequilla, con voz triste y fingiendo sorpresa, pero con aire pomposo dijo:
-Doña Ernestina. Ya.
En muerte rápida, velorio corto. Por la mañana del día siguiente, la tierra de Nobol, se tragaba a su hijo ilustre. El alcalde dio un discurso muy sentido, con guiño a la viuda y brindis, porque ahora ya no se llora a los muertos, ahora se celebra su vida. No faltaron las rosquitas, el café estuvo un poco aguado y en el sepelio, las gotas de agua bendita que salpicó el Padre Luis se sintieron heladas y groseras.
Camino a casa, cargando la cruz del sol, y ayudada por la niña Felícita, su hija mayor, quien cada cierto tiempo le exprimía un algodoncito remojado de alcohol en las sienes, Ernestina pensaba en todas las cosas que había dicho y escuchado ese día.
-Lorenzo, vamos al médico, a tu edad no debes descuidarte ¿qué comiste? Eso no es un simple malestar.
-Ernestina, no pasa nada.
-Neti, le juro que solo desayuné y fui a la misa. Eso fue todo.
-¡Ya ven a acostarte y no jodas!¹